Personajes de ficción y la historia de México

     Aunque a varios de mis lectores les pueda sorprender que utilice la literatura para reflexionar sobre la realidad, debo confesar que, cuando observo las noticias, no puedo evitar escuchar una pequeña voz en mi cabeza que me dice: “Esta historia ya la vi y sé cómo termina.” Quizás lo más sorprendente es que, efectivamente, los sucesos de la realidad se desarrollen de una manera muy similar a lo que ya estaba escrito en aquellos textos de ficción. Y quizás podríamos preguntarnos ¿por qué sucede esto? ¿Acaso los autores de distintas épocas podían ver el futuro? ¿Por qué la literatura parece aislarnos del barullo de la realidad y mostrárnosla desnuda? Siendo sinceros, no lo sé. El caso es que lo hace. Tal vez suceda esto porque la buena literatura logra mostrarnos a profundidad la naturaleza humana. Nos muestra personajes tomando decisiones, y cómo éstas tienen consecuencias. Nos muestra los delicados mecanismos de causa y efecto, estímulo y reacción que constituyen la vida humana. O tal vez todo se explica porque la realidad es poco original y muy reiterativa. El caso es que la humanidad sigue tropezando con las mismas piedras y cayendo en los mismos hoyos una y otra vez, porque nuestra memoria es limitada y nuestra visión de los sucesos está nublada por la soberbia. Creemos que somos mejores que nuestros ancestros cuando en realidad no hemos cambiado sustancialmente en, al menos, los últimos cinco mil años. 

     Gilgamesh, el legendario rey de Uruk y protagonista de la epopeya que lleva su nombre, tiene los mismo miedos y preocupaciones esenciales que el ser humano contemporáneo. En el inicio de la historia, vive entregado a los placeres. Pero su vida está vacía, y los días se suceden uno tras otro sin que él pueda sentirse satisfecho; lo mismo le sucede al Dr. Fausto de Goethe, y a una enorme cantidad de personas en pleno Siglo XXI. Y la realidad nos golpea en la cara: no hemos cambiado. Y lo que esta revelación puede enseñarnos es que, lo que aplica para el legendario rey de Uruk también podría aplicar para un ciudadano común como nosotros. 

     Esta introducción viene a cuento porque en días pasados he estado reflexionando sobre la realidad de mi país. A lo largo de mi vida, México ha estado gobernado por 11 presidentes. De ellos solo 2 han sido formados políticamente en un partido diferente del partido hegemónico oficial; justo aquellos que protagonizaron la alternancia que, en los años 2000 y 2006, desplazó a los candidatos del PRI de la silla presidencial. Sin embargo, al entusiasmo inicial por finalmente lograr la alternancia en el poder —que es una de las condiciones necesarias en toda democracia—, le siguió la desilusión. Aunque el simple hecho de la alternancia ya implicaba un avance importante en el camino hacia una democracia, los resultados “mágicos” y el mundo “feliz” en el que todos los problemas quedaban resueltos como muchos esperaban, simplemente no llegó. Tal vez por eso, en las elecciones del 2012, los resultados de la votación favorecieron el regreso de un candidato del partido hegemónico. En 2018, aunque con el manto protector de un nuevo partido, pero usando las prácticas exitosas del PRI de los años 70 en el cual se formó, el actual jefe del ejecutivo consiguió —después de 18 años y 3 elecciones buscándolo¬ finalmente ponerse la banda presidencial. Y aunque a muchos sorprenden los aparentes cambios en la manera de gobernar del actual inquilino de Palacio Nacional, y sus cada vez más airados y evidentes desplantes de intolerancia y autoritarismo; para un lector asiduo de la obra de Tolkien, todo eso era totalmente previsible desde mucho antes que el antiguo candidato se sentara en la silla presidencial. 

     En su aclamada novela El señor de los anillos, Tolkien reflexiona sobre esa cosa extraña e invisible a la que llamamos poder. Y algunas de las ideas que se quedan en la mente de los lectores al terminar la obra son: 1) Aquel que busca el poder no debería tenerlo; 2) el anillo del poder solo puede llevarlo aquel que no lo desea (el ingenuo, inocente y pacífico hobbit Frodo); 3) incluso el hobbit solo puede portarlo un tiempo limitado, porque el poder corrompe a cualquiera que lo tenga. Si comparamos estas ideas con la realidad, ¿acaso no muestran una sorprendente validez? Incluso el sentido común nos lleva a pensar que la metáfora de Tolkien tiene mucho sentido. Por eso las sociedades evolucionadas han buscado en la alternancia del poder, una manera de que los individuos lleven esa “carga” solo un tiempo limitado. Pero, aun así, las fuerzas del “Señor Oscuro” nunca son derrotadas del todo, la tentación del abuso de poder permanece, ¿tal vez porque es parte de nuestra naturaleza humana? 

     Si seguimos esta lógica de ideas podríamos preguntarnos: ¿alguien que ha buscado el poder por 18 años, debería tenerlo? ¿Acaso no nos ha demostrado aún antes de obtenerlo que su ambición es desmedida? ¿Podemos asegurar que se va a conformar con solo ejercerlo durante 6 años? Los hechos parecen mostrar que la advertencia literaria de Tolkien sigue siendo válida, y quien busca tan desesperadamente el poder, no debería tenerlo. 

     Y si bien los gobernantes siguen siendo muy parecidos, los ciudadanos tampoco hemos cambiado mucho. En su obra Esperando a Godot, el escritor irlandés Samuel Beckett nos presenta una metáfora de la esperanza estéril. Vladimir y Estragón son dos vagabundos que, cada atardecer, se reúnen en un camino en el campo al pie de un árbol. Cada tarde desde un tiempo sin memoria se sientan a esperar la llegada de Godot, un ser misterioso que parece que puede resolver todos sus problemas. Pero cada tarde la espera se ve frustrada pues el famoso Godot no llega. Una tarde tras otra, Godot se excusa de su ausencia a través de un mensajero, pero promete que irá a la cita al día siguiente. Así, la obra empieza y termina con la espera estéril de los vagabundos en ese mundo absurdo. Desde que tengo uso de memoria, esta sociedad se ha comportado como los vagabundos de Beckett. Cada seis años crece la esperanza de que el candidato elegido sea, ahora sí, “el bueno”; el que resuelva todos los problemas del país. Seguimos esperando la llegada de Godot, pero como lo muestra la obra, Godot no existe, y por lo mismo, nunca va a llegar. 

     Así, mientras en un país como México, se sigue esperando “al bueno”, al caudillo inmaculado que nos lleve a ese mundo feliz, otras democracias entendieron que los seres extraordinarios son eso, poco comunes. No puedes tener a un Gandhi, un Martin Luther King o un Mandela cada nueva elección. Entonces, tienes que trabajar con lo que hay: seres ordinarios, pero inmersos en un sistema extraordinario que inhiba la tentación del abuso del poder. Y eso se logra con instituciones y una sociedad civil organizada, vigilante y activa. La enseñanza que nos da la literatura nos lleva a pensar que deberíamos dejar de esperar al caudillo “bueno”, y empezar a construir un sistema bueno. Un sistema sólido que resista la tentación del abuso de poder. Pero, en un país donde se vocifera mucho y se lee poco; donde se gasta mucho en dádivas para asegura votos y se invierte poco en educación, bibliotecas y en mejorar las condiciones de vida de los docentes, el camino parece estar cuesta arriba. Sin embargo, en algún momento tenemos que empezar. 

   Ojalá y no sea muy tarde.

Comentarios

  1. Muy cierto. Y quien esté limpio de pecado, que avente la primer piedra.

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  2. Estimada Noemi, muchas gracias por leer y comentar. Abrazos afectuosos.

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