Frankenstein o el padre ausente

     Hace algún tiempo - en una clase de teatro mexicano - le pedí a mis alumnos que hicieran un árbol genealógico y lo expusieran frente a sus compañeros. El resultado fue sorprendente: la avasallante mayoría no incluía en su árbol a su padre y sus ascendentes. Muchos de ellos habían crecido sin conocerlo siquiera, otros habían sido abandonados en algún momento de su infancia, pero todos coincidían en pensar que no necesitaban un padre y no querían saber nada de él. A pesar de ese discurso de suficiencia, en prácticamente todos los alumnos, era más que evidente el profundo resentimiento hacia aquel "ente" distante; porque las pocas palabras de alusión a él, estaban cargadas de reproche. Y si bien, en los tiempos que corren, la discusión social ha ampliado nuestro concepto de lo que significa una "familia" a algo más complejo que un papá, una mamá y los hijos, lo que esta actividad parecía evidenciar era que todos esos jóvenes ya  habían juzgado a sus padres como "villanos detestables" a los que había que odiar. Pero como decía Héctor Mendoza en sus clases de actuación: "La declaración de odio, en realidad es una declaración de amor no correspondido." Así las cosas, mientras escuchaba a mis alumnos "no hablar de su padre", vino a mi mente la novela Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley, fechada en 1817 pero publicada hasta el año siguiente.
  
 

     Este impresionante artefacto literario es el producto de la pluma, la imaginación y el inconsciente de una joven inglesa del siglo XIX de apenas 20 años de edad: Mary Wollstonecraft Godwin, posteriormente conocida como Mary Shelley. A lo largo de la novela se pueden identificar tres voces narrativas que crean un ambiente polifónico de gran intensidad emocional y nos permiten contemplar desde tres puntos de vista distintos, las situaciones presentadas. La primera se encuentra en las cartas del capitán Robert Walton a su hermana Margaret, mientras realiza su expedición hacia el Polo Norte; la segunda y más extensa, está marcada por la narración del doctor Víctor Frankenstein; y finalmente, la tercer es la voz de la criatura - que no tiene nombre - pero que ha sido creada por Frankenstein y que lo ve como su padre. El subtítulo alude al dios griego y titán Prometeo (el que piensa o ve con anticipación), que en una de las versiones aparece como el creador de los hombres. Así, el título ubica al protagonista como un hombre adelantado a su tiempo. Porque el doctor Frankenstein rivaliza con los dioses al igual que Prometeo,  ya que puede alterar el proceso natural de la vida y de la muerte, para crear una criatura a partir de cadáveres. 
     Frankenstein o el moderno Prometeo ha sido catalogada generalmente como una novela de terror gótico, pero también como la primera novela de ciencia ficción. Si bien, en sentido estricto, el término "Ciencia ficción" - acuñado por el editor de la revista Amazing Stories, Hugo Gernsback - no se generaliza hasta 1926, pueden encontrarse antecedentes de este tipo de relatos muy temprano en la historia: el mito griego de Dédalo; entre los judíos el del Golem; y para Isaac Asimov y Carl Sagan, el primer relato propiamente de ciencia ficción es Somnium  de Johannes Kepler publicado en 1634 que narra un viaje a la luna. En todo caso, la obra de Shelley es una de las más destacadas precursoras de un género que combina el impacto que producen los avances científicos, tecnológicos, sociales o culturales presentes o futuros sobre una sociedad o sus individuos; viajes extraordinarios, evolución, mutaciones, robots, etc. En este sentido, Frankenstein especula sobre la posibilidad de revivir a los muertos a través de la electricidad y de armar a un super humano a partir de partes de cadáveres. Sin embargo, el ambiente romántico y científico de la novela sólo sirven como metáforas que le dan color a lo que me parecen los temas centrales de reflexión: la responsabilidad bioética de los científicos y la paternidad responsable. 
  

     La gestación de la criatura se da en un ambiente de apasionamiento propio de la corriente romántica: el doctor Víctor Frankenstein pasa interminables noches en vela trabajando sin descanso en una dinámica de ensayo y error que se sucede como las puestas del sol. Lo impulsa el ideal de construir un super hombre y vencer finalmente lo que hasta ese momento era una condición inevitable de la humanidad: la muerte. Lo seduce la posibilidad de insuflar vida en la materia inerte y equipararse con un dios. Hay en este científico una mezcla de genialidad y de locura que lo lleva a ignorar los posibles escenarios y los peligros de su experimento. De esta manera, la obra de Shelley anticipa el dilema ético que enfrentarían, por ejemplo,  los desarrolladores de la energía atómica en la primera mitad del siglo XX y hoy en día, los genetistas y los ingenieros en inteligencia artificial. Porque si bien, la atómica, fue presentada como una posibilidad de producir energía con alta eficiencia, las bombas arrojadas en Hiroshima y Nagasaki; los accidentes en la Isla de las Tres Millas (Pensilvania) en 1979; Chernóbil (Ucrania) en 1986; y Fukushima (Japón) en 2011; el SIDA y sus devastadoras consecuencias en la salud; los alimentos transgénicos y el desarrollo de robots y máquinas inteligentes que ya están desplazando de sus puestos a miles de trabajadores, son una muestra de que todo avance implica también riesgos que deben ser considerados. 
     Es cierto que  Frankenstein o el moderno Prometeo - como toda buena obra de ciencia ficción - anticipa escenarios y previene de las consecuencias de los avances científicos y tecnológicos, pero también nos permite reflexionar sobre aspectos más íntimos e inmediatos, que son profundamente humanos. En cuanto la criatura abre los ojos, Frankenstein huye horrorizado.  La reflexión aquí tiene que ver con la responsabilidad del padre con su hijo. El punto de vista del científico es el de alguien decepcionado de su obra que intenta desentenderse de ella. Se oculta y se escapa lejos con la intención de que desaparezca por si sola. Sin embargo, esto no sucede. Al contrario, su obra lo persigue reclamando su atención y al no obtenerla, busca vengarse destruyendo lo que su creador más ama. De esta manera, el científico lo concibe como un monstruo y una aberración de la naturaleza.
     Por su parte, la voz narrativa de la criatura está llena de inocencia y amor; es capaz de apreciar la belleza y valorar toda vida como algo maravilloso, pero ante el rechazo de su "padre" y de todos los que lo ven, el amor se transforma en odio y decide hacer sufrir a su creador lo mismo que él está sufriendo. La sensación que provoca la criatura es de una profunda empatía y compasión, y es imposible dejar de identificar la enorme cantidad de "hijos de Frankenstein" a nuestro alrededor. Nuestra sociedad está llena de padres ausentes - parcial o totalmente - formando hijos resentidos que en algunos casos, se transforman en monstruos como la criatura de la novela de Shelley. 
  

     Sin embargo, eventualmente y a pesar de esta relación conflictiva entre padres e hijos, - que también puede entenderse como la relación entre la humanidad y su creador (¿Dios?) -, es posible que estos últimos acepten los errores del padre y decidan vivir su vida sin rencor. Esto lo vemos en  la escena climática de la película Blade Runner de 1982 y basada en la novela de Philip K. Dick ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?  En esta película, el director Ridley Scott lleva al protagonista a enfrentar la muerte ante el "replicante" que debía eliminar. Cuando Deckard (Harrison Ford) está a punto de caer al vacío, el "replicante" Roy Batty (Rutger Hauer) lo sujeta por la muñeca para salvarlo. De alguna manera, en el instante antes de su muerte - los replicantes buscan a su creador para evitar morir anticipadamente - entiende el valor de la vida, no sólo de la suya, sino de toda vida humana. Finalmente, el hijo (el replicante) deja de juzgar a su padre (humano) y acepta completar su vida en paz. Esto cambia a los dos personajes. Sentado frente a Deckard, Batty le dice estas palabras: "He visto cosas que ustedes no podrían creer; naves de   combate en llamas en el hombro de Orión. He visto relámpagos resplandeciendo en la oscuridad cerca de la entrada de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia. Es hora de morir." Las palabras de Batty  son de una contundencia emocional impresionante; son una metáfora  de la relación siempre complicada entre padres e hijos. 

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