Posverdad y literatura
Hace algunos días mientras charlaba con
un entrañable amigo sobre la polarización tan extrema que se ha apoderado de la
discusión por las políticas públicas, me dijo que yo todo lo analizaba a la luz
de la literatura. En un primer momento, el comentario me sorprendió, pero,
después de pensarlo, caí en la cuenta de que él tenía razón. Y esto me llevó a reflexionar
sobre el tema.
Soy
miope y tengo astigmatismo. Desde hace mucho sé que no puedo ver la realidad
directamente. Necesito de mis lentes, y sin ellos, nada me resulta claro y
definido. De la misma manera, mi formación académica me ha enseñado a utilizar “filtros”
o herramientas metodológicas que me permitan observar con mayor detalle los
objetos de estudio. Es como ponerme unos lentes para intentar comprender la
realidad y la naturaleza humana a la luz de la experiencia de muchos autores y
de muchos siglos. Porque, de alguna manera, la lectura sistemática no solo enriquece
nuestra imaginación, también nos enseña a pensar de forma estructurada.
Esto es
pertinente porque hoy tenemos el mayor acceso a la información en la historia
de la humanidad. Enormes cantidades de información están a solo un clic de
distancia de nuestro dedo. Pero esta accesibilidad no se ha traducido en una
mejor comprensión de la realidad. El gran dilema hoy en día está en distinguir la
información valiosa de la que es solo basura.
Autores
como David Roberts, Steve Tesich, Ralph Keyes y Colin Crouch hablan de la era de la Posverdad. Este término se
puede definir como la distorsión deliberada de una realidad. Los hechos
objetivos son minimizados; se fomenta la afirmación de creencias personales,
emociones extremas como amor- odio, y la polarización para manipular la opinión
pública.
Si bien
estos autores citan el escándalo Watergate, el de Irán -Contra, las
declaraciones de George W. Bush en torno a los atentados del 11 de septiembre
de 2001, las “armas de destrucción masiva” de Irak y la campaña presidencial de
Donald Trump como ejemplos de Posverdad, no hace falta ser muy perspicaz para
identificar que la Posverdad se ha extendido más allá de las fronteras de
Estados Unidos.
Así que,
si bien es cierto que hoy tenemos más acceso a la información, también lo es
que ya no podemos estar seguros cuál información es fidedigna. Y entonces, las
preguntas nos estallan en la cara como un globo lleno de agua: ¿en quién
deberíamos confiar? ¿A quién le deberíamos creer? ¿Qué postura deberíamos
adoptar? ¡Rayos! La indecisión puede paralizarnos, pero, ante este aluvión de
preguntas pienso que lo más sensato es no confiar ciegamente en nadie y no adherirnos
a ninguno de los bandos. ¿Por qué? La respuesta parece lógica. Si al intentar
dilucidar un tema polémico, empezamos por tomar partido por una de las opciones,
dejamos de ser objetivos, porque todos nuestros empeños se dirigen a confirmar
nuestra postura. Discriminamos los hechos minimizando lo que se opone a nuestro
punto de vista y privilegiamos aquellos que lo confirman. De esta manera,
inevitablemente, caeremos en el error. Y lo peor está en que los bandos en
disputa se enfrentan cada vez más con insultos en lugar de con ideas o
argumentos. Las pasiones desbordadas generan violencia cada vez más explícita y
todos están enojados contra todos. Pero este ambiente de crispación no nos permite
una sana convivencia. Porque, como decía mi padre: “El que se enoja, pierde.”
¿Y qué es lo que pierde? La objetividad, que es el elemento indispensable para
llegar a la verdad.
Por
elemental que parezca este razonamiento, lo pasamos por alto con más frecuencia
de lo que nos damos cuenta. Y, aunque nos parezca paradójico, fue el error fundamental
en el que incurrió Arthur Conan Doyle mientras investigaba el caso de las hadas
de Cottingley.
Aunque
Conan Doyle es reconocido por ser el autor del detective más famoso de la
historia: Sherlock Holmes, cuya habilidad en el razonamiento lógico deductivo
fue celebrada por millones de lectores desde su primera aparición en la novela Estudio en escarlata de 1887; en la vida
real, cometió un error elemental que no hubiera cometido su personaje de
ficción: dejar de ser objetivo. El caso real de lo que la prensa del momento
llamó Las hadas de Cottingley
involucraba a dos niñas: Elsie Wright y Frances Griffith, y cinco fotografías
de lo que parecían hadas.
En
1920, mientras escribía un artículo sobre hadas para The Strand Magazine, Conan Doyle escuchó sobre las fotografías de
Cottingley y solicitó unas copias que mostró a algunos amigos que las
consideraron trucadas. A pesar de estas opiniones y contrario a la metodología
de su personaje, Conan Doyle las aceptó como una prueba de la existencia de
espíritus. Es necesario señalar aquí que, Conan Doyle pertenecía a la Sociedad
Teosófica, y creía en la existencia de fenómenos relacionados con los médiums y
el espiritismo. Entonces, al aceptar las fotos como legítimas, simplemente se
estaba dejando llevar por sus creencias, pues ya había tomado postura aún antes
de empezar su investigación. Su objetivo no era dilucidar la verdad basada en
los hechos, sino comprobar que las hadas y los espíritus existen.
Si
seguimos este hilo de ideas, parece ser que las creencias de Conan Doyle le
impidieron “ver” los hechos y dilucidar la realidad que para otros era más que
evidente. Un caso similar lo podemos observar en el entremés de Cervantes: El retablo de las maravillas. Dos
estafadores se proponen aprovechar las “creencias” y temores de la sociedad de
su momento. Se creía en la superioridad de raza de los cristianos viejos en contraposición
a los conversos, y bajo esta premisa presentan un retablo en el que se pueden
ver maravillas. Pero para poder verlas, es necesario que el observador sea cristiano
cuyos abuelos hayan sido cristianos y no conversos, que sea hijo legítimo y no
un bastardo. De lo contrario no podrá ver nada, lo cual implicaría que
pertenece a alguna de estas clases despreciadas. De esta manera, los
estafadores aprovechan el temor al castigo y la condena social para “hacer ver”
a la gente lo que en realidad no está ahí. La misma premisa es la que sostiene
el cuento El traje nuevo del emperador.
De
acuerdo a estas historias, parece sensato que, si me exigen creer en premisas
que no puedo comprobar para “ver” lo que me dicen, por lo menos, debería
desconfiar. Sherlock Holmes señala en El
signo de los cuatro: “Cuando todo aquello que es imposible ha sido
eliminado, lo que quede, por improbable que parezca, es la verdad”. Del mismo
modo, podríamos pensar que si quitamos las creencias que parecen justificar un
hecho, lo que quede es la realidad. A lo largo de la historia hemos sido
testigos de actos terribles e injustos que han estado justificados en creencias
que hoy vemos como absurdas: Genocidios, explotación, guerra y discriminación
por raza, sexo o posición social han estado presentes a lo largo de la
historia. Y, ¿qué acaso el conocimiento de todos estos hechos no nos hace ser
más prudentes en nuestras posturas? ¿No nos hace ser humildes aceptando que también
nosotros podemos ser engañados para comportarnos y validar acciones bárbaras?
Alguna
vez alguien me dijo que la memoria no es una cualidad de las personas, pero
para eso están los libros. Y una de las metáforas más maravillosas sobre esto
la podemos leer en Fahrenheit 451 de
Ray Bradbury. En un futuro distópico los bomberos son los encargados de quemar
los libros pues la lectura ha sido prohibida. Sin embargo, la memoria de la
humanidad sobrevive en los hombres libro,
hermosa metáfora que nos presenta a los libros como un conocimiento vivo con el que se puede dialogar.
Finalmente,
y para cerrar esta breve reflexión, viene a mi mente la novela de Philip K.
Dick: ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?
en la cual, Dick se pregunta ¿qué es lo que nos hace humanos? Su conclusión, la
empatía. ¡Genial! Y esto viene a cuento porque si dejamos de ver al otro como
un adversario, y lo vemos como un semejante que tiene ideas diferentes, podemos
entablar un diálogo que nos enriquezca a todos. Por esto pienso que la gente
debería leer más literatura y menos redes sociales.
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