La muerte y la brújula
¿Por qué este cuento de Borges, publicado originalmente en la revista Sur en 1942 y luego en el libro Ficciones de 1944, nos deja tan perplejos? ¿Por qué al terminar su lectura sentimos que algo misterioso se nos escapa de las manos como si encerrara un complot interior que nos oculta un mensaje profundo? Es cierto que Borges ha sido considerado como un escritor erudito, frío y hasta cierto punto, distante. También, que exige de sus lectores una cultura amplia y diversa. Pero, ¿hay algo más escondido en este breve relato de estilo detectivesco que encontrar a un asesino? Veamos.
Si bien
es ampliamente aceptado que Edgar Allan Poe con sus relatos: Los crímenes de la calle Morgue (1841), El misterio de Marie Rogêt (1842) y La carta robada (1844), detona el género de las historias de
detectives al delinear el carácter de su investigador: Auguste Dupin, como
racional, lógico y deductivo —modelo de detective que seguirán autores tan
destacados y reconocibles como Arthur Conan Doyle con su Sherlock Holmes, y
Agatha Christie con Hércules Poirot—, podemos encontrar en la literatura anterior
al siglo XIX, algunos ejemplos que, por sus características narrativas, podrían
ser considerados como antecedentes de este género. Y uno de los ejemplos que más
llama mi atención lo encontramos en la obra Edipo
rey de Sófocles.
Sé que quizás
algún amable lector se pregunte por qué damos un brinco tan lejano en el tiempo
del tema que nos ocupa y se pregunte: ¿Qué rayos tiene que ver el irascible rey
de Tebas con el cuento de Borges? Pero, para desentrañar un misterio es válido ayudarnos
de lo que tengamos a la mano, y, además, el mismo Borges incluye menciones al
mundo griego en su cuento por lo que esta aparente digresión, en realidad no lo
es tanto.
La obra
de Sófocles inicia con la súplica de los ancianos para que el rey acabe con la
epidemia de peste que azota la ciudad. Y es entonces cuando Edipo, sin
proponérselo, es empujado por las circunstancias a investigar un crimen
sucedido antes de su llegada al reino. De esta manera, la maquinaria de una
trama de detectives se echa a andar llevando al rey Edipo a perseguir a un
asesino. El perseguidor tiene que interrogar a los testigos sobrevivientes del
magnicidio, seguir las pistas y poco a poco, conforme la trama avanza, los
hechos van remontándose cada vez más atrás en el tiempo, revelando un pasado
que Edipo desconoce. Y así, en un giro sorprendente de la acción, el
perseguidor se transforma en perseguido, y el detective viene a descubrirse
como el asesino. ¡Genial! ¡Qué buena historia! Y, si resulta sorprendente que
esta obra se haya estrenado hace casi dos mil quinientos años, sorprende más
que nos siga fascinando, y que su diseño, siga inspirando nuevas historias.
Al rey Edipo,
lo ciega su vanidad. Cree que es lo suficientemente inteligente y perspicaz
como para evadir los designios del oráculo. Y eso es lo que lo lleva a su perdición.
Y parece que el vínculo intertextual con esta obra lo establece Borges en las
primeras líneas de su historia al presentar a su héroe: “Lönnrot se creía un
puro razonador…”. ¡Eureka! Ambos héroes comparten el mismo rasgo: su creencia
en un razonamiento a prueba de errores. Al igual que el rey de Tebas, el
detective Lönnrot parece confiar demasiado en su inteligencia, al grado de
sentirse invulnerable. Este exceso de confianza y vanidad llevan a los dos
personajes en una ruta de colisión con su destino.
En la
escena del primer asesinato, se ven las actitudes totalmente diferentes de los investigadores.
Por un lado, el comisario Treviranus está enfocado en resolver el crimen sin
importar lo vulgar y azaroso que pueda parecer. Por el otro, el detective Lönnrot,
mira el caso como una oportunidad para ejercitar su intelecto.
—No hay que buscarle tres pies al gato -
decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro—. Todos sabemos que el
Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para
robarlos, habrá penetrado por aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el
ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
—Posible, pero no interesante -respondió Lönnrot-. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado, interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
A partir de este momento, las pistas que
van surgiendo, apuntan a justificar la hipótesis de Lönnrot, y con esto, el
detective está cada vez más convencido de lo acertado de su proceso deductivo para
resolver el enigma, atrapar al asesino, y evitar su último golpe. Para este
detective, el caso es solo un juego de ingenio en el cual puede demostrar que
es más inteligente que el comisario Treviranus y que el asesino. La confianza
que le dan sus aciertos lo ciega, y Lönnrot decide viajar solo y sin apoyo, a la
quinta de Triste-le-Roy, escenario del último asesinato.
Así, al igual que el rey Edipo, Lönnrot
pasa de ser el perseguidor, a ser el perseguido, y su vanidad es el motor que
lo precipita al abismo. Y si bien, con esto podemos percibir un primer vínculo
de intertextualidad que traza Borges con el mundo griego al retomar el diseño
propuesto por Sófocles, no es el único. La quinta de Triste-le-Roy, escenario
del último asesinato, está construida para replicar el mítico laberinto de
Dédalo. Si recordamos, el gran inventor Dédalo, es contratado por el rey Minos
de Creta para construir una prisión de la cual su hijo, el Minotauro, no pueda
escapar. Dédalo diseña un laberinto, y en el centro, encierra al Minotauro.
Siguiendo al mito, el laberinto está diseñado para encerrar y perder
simbólicamente a cualquiera que entre en él, y en el centro del mismo, espera
el enfrentamiento con el monstruo y la muerte.
Eso es lo que Borges nos describe en su
cuento. El detective Lönnrot se pierde entre pasillos y escaleras de la
laberíntica quinta:
Vista de cerca, la casa de la quinta de
Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: una
Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana;
un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble
balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba su sombra monstruosa. Lönnrot
rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó; bajo el nivel de
la terraza vio una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.
El exceso de confianza lleva a Lönnrot a
entrar en el laberinto sin un hilo de Ariadna para ayudarlo, y al final, se
encuentra con su Minotauro, su Némesis: Red Scharlach. Dos jugadores expertos
se encuentran frente a frente en la última jugada de este duelo de ingenio. Y
en una primera lectura, parece que el gran enemigo de nuestro héroe gana la
partida porque ya desde el principio el narrador del cuento nos había dicho: “Este
criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero
éste nunca se dejó intimidar.” Sin embargo, cuando ponemos atención a los
nombres de los antagonistas, nos damos cuenta que las cosas no son lo que
parecen. Erick Lönnrot puede traducirse como: Erik el Rojo, y Red Scharlach es
Rojo Escarlata. Entonces nos surge la duda: ¿Acaso estos dos jugadores son uno
y el mismo, aunque en distinto tiempo? Cuando ya tiene sometido a Lönnrot,
Scharlach le dice:
Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó, e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en mi vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daba horror a mi ensueño y a mi vigilia.
Parece que el encuentro
entre estos personajes no es nuevo. Parece que ellos se han encontrado una y
otra vez en el laberinto. Y lo podemos observar en el texto final:
- Para la
próxima vez que lo mate -replicó Scharlach- le prometo ese laberinto, que
consta de una sola recta y que es invisible, incesante.
Retrocedió unos
pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.
Siguiendo esta idea, podríamos pensar que el disparo será dirigido al vientre del detective, quien agonizará durante los siguientes nueve días en esa quinta laberíntica, pues ambos asumen que se encontrarán de nuevo. Porque si bien en las primeras líneas nos dice que: “En verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó.” En realidad, tampoco se especifica que Lönnrot muere. Y quizás no puede morir porque eso acabaría con el incesante ciclo dialéctico y más importante aún, con el juego de ingenio para el cual se necesitan ambos como iguales.
Por otro lado, ¿dónde queda esa búsqueda del nombre de Dios? ¿Acaso es solo un distractor sin importancia? Mmmm. A primera vista, el asunto del nombre de Dios es lo que atrae a Lönnrot y lo que parece justificar toda la aventura. Lo sabemos porque es lo primero que el detective le pregunta a su captor una vez que ha caído en sus manos: “Scharlach, ¿usted busca el Nombre Secreto?” Y, aunque el criminal le responde que busca algo “más efímero y deleznable”, con lo cual, como diría el detective Treviranus: “No hay que buscarle tres pies al gato” y aceptar que todo ha sido un engaño. Pero entonces viene la sospecha; entonces viene el sentimiento que nos lleva a decir: “Posible, pero no interesante”. Así que, con la lógica de Lönnrot y como si fuéramos teóricos de la conspiración, nos vemos empujados a seguir ese rastro de migas de pan.
El autor construye un escenario misterioso enmarcado en antiguas escrituras y en lo que llama “supersticiones judías”: la cábala, la secta de los Hasidím, el Tetragramatón, el Pentateuco; cuyo objetivo final es encontrar el nombre secreto de Dios. De acuerdo a los estudiosos de la biblia, el nombre de Dios es: YHWH, que puede leerse como: Yahweh o Yahveh. Si atendemos a esto y seguimos las iniciales de las víctimas encontramos a Marcelo Yarmolinsky (Y), Daniel Azevedo (A), Gryphius Ginzberg Ginsburg (G) y finalmente Erick Lönnrot (L), lo cual nos daría: YAGL. ¡Chispas! ¿Acaso este resultado confirma que esta es una pista falsa o existe otra posibilidad de lectura de todo esto?
Lönnrot emprende el viaje a la quinta de Triste-le-Roy para frustrar el último atentado, detener a un triple asesino y quizás también, encontrar el nombre secreto de Dios. Pero no puede conseguir ninguno de estos objetivos, primero porque el cuarto atentado es una trampa; segundo, no hay un asesino en serie a quien perseguir —el primer asesino es Azevedo, el segundo, un matón de Red Scharlach, y el tercer atentado, es un secuestro fingido—. En lo que respecta al nombre secreto de Dios, ninguno de los involucrados, salvo Lönnrot, cree en él. Y aquí viene a cuento un personaje que pasa casi desapercibido pero que parece definitorio en esta cuestión: el redactor de la Yidische Zeitung (periódico judío), quien: “Era miope, ateo y muy tímido.” ¿Acaso es una proyección del mismo Borges?
Resulta interesante que los biógrafos del autor afirmen que Borges no profesó ninguna religión y que se asumía como agnóstico y ateo. En una entrevista dada en 1978 al periodista peruano César Hildebrandt, Borges afirmó tener la certeza de que Dios no existe. Entonces, ¿es posible que sus ideas sobre Dios estén plasmadas en esta obra? De ser así, lo que está al final del camino de migas de pan, es una aporía, porque si Dios no existe, cualquier búsqueda de su nombre está condenada al fracaso.
Finalmente, lo que observamos en esta historia es la interacción de dos universos mitológicos —el judío y el griego—, que se enfrentan a lo largo de la acción. Lönnrot parece estar inmerso en el cosmos judío mientras Red Scharlach habita en el griego. Al final, el cosmos griego se impone sobre el judío y Red Scharlach sale triunfante. Visto de esta manera, el enfrentamiento de los personajes no es solo una lucha entre individuos, sino una representación simbólica de la cultura occidental, construida sobre las bases ideológicas de dos pensamientos distintos pero complementarios.
La muerte y la
brújula,
publicado casi cien años después de Los
crímenes de la calle Morgue, parece cerrar el “siglo de oro” del relato
detectivesco iniciado por Edgar Allan Poe. Con su cuento, Borges ridiculiza el
arquetipo del detective lógico y deductivo, para dotar a su relato de un
contenido más simbólico y complejo, por lo que resulta en una lectura obligada
para todo amante del género.
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