Teatro y ciencia ficción




Si bien, el concepto de ciencia ficción empieza a popularizarse hasta 1926, gracias a Hugo Gensback, editor de la revista Amazing Stories, y generalmente lo relacionamos con textos narrativos −relatos breves o novelas −, o, más recientemente, con películas y series de televisión, ¿podemos encontrar textos dramáticos que puedan inscribirse en este género especulativo?
Es cierto que en el pasado reciente se han hecho algunas adaptaciones a teatro de este tipo de novelas, entre las más populares están: 1984 de George Orwell, Fahrenheit 451 de Ray Bradbury y por supuesto, Frankenstein de Mary Shelley. También es cierto que se han hecho puestas en escena de teatro clásico con ambientaciones futuristas o distópicas, pero, ¿en realidad existen obras dramáticas que desde su origen puedan inscribirse en algo que podamos llamar ciencia ficción? Pues la verdad es que son más escasas de lo que podríamos imaginar. En todo caso, aquí hablaremos de dos.
En los albores del siglo XX, las corrientes artísticas de vanguardia rompen con el pasado academicista y exploran las posibilidades del arte ampliando las fronteras conocidas hasta lugares que nadie había imaginado. Inmerso en esta explosión creativa, Filippo Tommaso Marinetti publica en 1909 en la Gazetta dell’Emilia de Bolonia, Italia, el Manifiesto del Futurismo, que exalta la belleza de la máquina como creación humana, la modernidad y la velocidad del siglo que inicia. La influencia del futurismo es tal, que se extiende más allá de las fronteras italianas y llega hasta Rusia donde un joven poeta llamado Vladimir Maiakovski, acoge el movimiento con gran entusiasmo. Sus primeros textos –como La bofetada al gusto del público de 1912− muestran la influencia del futurismo en su manera de escribir. Pero no es sino hasta el triunfo de la Revolución Rusa en 1917, cuando Maiakovski encuentra la posibilidad de experimentar estas ideas sobre el escenario. Haciendo mancuerna con el director teatral Vsévolod Meyerhold, da rienda suelta a su imaginación y escribe en 1929, la que podemos considerar como una de las primeras obras dramáticas auténticamente de ciencia ficción del siglo XX: La chinche.
La obra que tiene como subtítulo: Comedia fantástica en nueve cuadros, además de estar influida por el formato cinematográfico, incluye algunos de los temas que aparecerán constantemente en las obras narrativas de ciencia ficción de mediados del siglo XX. La animación suspendida a través de la congelación, el viaje del protagonista al futuro, la supremacía de las máquinas, la desaparición de sentimientos considerados primitivos como el amor, y el enfrentamiento traumático con una sociedad utópica y “feliz” en la cual ya no encaja. La chinche causó polémica desde su estreno; fue recibida con entusiasmo por el público y con frialdad por la prensa soviética.
El protagonista, Prisipkin, es presentado en las acotaciones como: “ex obrero, ex miembro del partido. En la actualidad, novio.” Esto anuncia lo que en los primeros cuadros de la obra se mostrará como una certeza: el protagonista es un ser egoísta, ambicioso y sin escrúpulos que reniega de su clase social –no le importa abandonar a su antigua novia obrera Zoya Berezkina, para casarse con la hija de los dueños de una peluquería− con tal de ascender en la escala social. Tampoco tiene una afiliación política, ha dejado de ser miembro del partido, y, de alguna manera, se ha convertido en un parásito social, lo cual da sentido al nombre de la obra. De esta manera, los aspectos negativos del personaje quedan expuestos desde el principio. En la celebración de su boda, ocurre un incendio y como hace mucho frío, cuando los bomberos llegan a apagar el fuego con sus chorros de agua, Prisipkin queda congelado en el sótano de la casa de sus suegros. ¡Genial! Con este recurso imaginativo, Maiakovski da un brinco temporal hacia el futuro de forma creíble. ¡Pero esperen! Esta escena resulta sospechosamente parecida al final de la película de 2011, Capitán América: El primer vengador. ¡Hum! ¿Será que los guionistas Christopher Markus y Stephen McFeely leyeron la obra de Maiakovski?
La segunda parte de la obra sucede 50 años en el futuro, cuando la sociedad ha evolucionado a una especie de utopía que preludia un poco la novela de 1932 de Aldous Huxley: “Un Mundo feliz”. La irrupción en este mundo futurista “perfecto” de un pequeño burgués −tal vez la representación del Capitalismo en sus aspectos más perversos−, genera un gran desequilibrio y tiene que ser aislado en una jaula para que no contamine con su ideología deficiente y primitiva al resto de la sociedad. Con La chinche, Maiakovski parece imaginar el futuro del Socialismo triunfante, donde los aspectos más oscuros del Capitalismo han sido erradicados hasta quedar solo como piezas de museo. Sin embargo, ese “Mundo Socialista Feliz” no es del todo perfecto, en el camino, se ha ido perdiendo la libertad. Y el final de la obra no es para nada optimista. Una pregunta queda suspendida en el aire: ¿será que es imposible acabar con los impulsos egoístas de la humanidad sin deshumanizarla?
La segunda obra indispensable en nuestra revisión de la ciencia ficción en el teatro, es producto de la pluma de los hermanos checos Karel y Joseph Capek: R. U. R. (Robots Universales Rossum). Esta obra es incluso anterior cronológicamente a La chinche, ya que fue escrita en 1920 y estrenada un año después en el Teatro Nacional de Praga. La gran influencia que R. U. R. ejerció en el imaginario y las temáticas de la época de oro de la ciencia ficción, le aseguran un lugar en esta revisión.  Así como Edgar Allan Poe, con  Los crimenes de la calle Morgue, es el antecedente de la literatura de detectives, adelantándose al inmortal Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, y H. G. Wells introduce en la literatura, la temática de los viajes en el tiempo con La máquina del tiempo, los hermanos Capek son los inventores de la palabra “robot” en el mundo literario y científico del siglo XX.
Este curioso término –que es la palabra checa más difundida en el mundo en la actualidad− se deriva del verbo “robota”, que significa trabajo, y la palabra cobra todo el sentido en la obra, porque los robots han sido creados con la única finalidad de hacer el trabajo que antes hacían los humanos, pero en condiciones extremas que rayan con la esclavitud.
En R. U. R. se presenta un mundo dividido en dos grandes grupos. Por un lado están los humanos, ellos son los dueños de las fábricas y ocupan los puestos más altos en la cadena de producción, su único interés es construir más robots y elevar sus ganancias. Por el otro están los robots, un grupo de trabajadores manuales que ocupan el lugar de los obreros, reciben un trato abusivo y son sometidos y explotados. La tensión entre los dos grupos va escalando hasta que deriva en un estallido social, y los robots se rebelan.
Los robots de esta obra −como seres alienados y desprovistos de su humanidad−, parecen una metáfora de la clase obrera que se revela contra sus amos: la clase burguesa. Al igual que en La chinche, parece que en la mente de los autores está la lucha de clases, el marxismo y en concreto, la revolución rusa como elemento ideológico rector. Los elementos característicos de la ciencia ficción sirven como ambientación imaginativa para elaborar un discurso social con mayor libertad. Ambas obras surgen en países del bloque socialista, y los conflictos que presentan, anticipan lo que será conocido en la segunda mitad del siglo XX como “Guerra Fría”, en la cual el mundo queda dividido por dos grandes bloques ideológicos y económicos: El socialismo y el capitalismo.
Estas dos obras, más que hablar de mundos fantásticos en el futuro, nos hablan del momento histórico en el que fueron creadas; nos hablan de ideas y temores que flotaban en el ambiente en el que vivieron sus autores, y siguen resultando hasta hoy, textos dramáticos dignos de ser leídos y estudiados.  

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